12 de diciembre de 2010

Yo estuve allí

Una de las (pocas) ventajas de haberse criado en Madrid es que, a veces, es centro neurálgico de ciertas actividades o movimientos que pasan a la Historia, esa que se escribe con hache mayestática y es motivo de breves argumentaciones en momentos de éxtasis con nuevos mejores amigos, en las que, poseído por un espíritu aventurero y en el ambiente cuartelario adecuado, puedes exclamar subido a la mesa: “¡Yo estuve allí!”.

Si tienes suerte y tu público es fiel, notarás que sus ojos y su boca se abren al unísono, mientras sus pupilas se dilatan y exhalan una onomatopeya de admiración. Si no la tienes o, simplemente, pasan de ti y les importa un huevo tu vida y tu experiencia, que suele ser lo habitual, te mirarán con condescendencia y apretarán los labios para contener el pensamiento que les cruza en ese momento por la cabeza: “A ver qué coño cuenta este ahora”.

Ya decía Leonardo “nunca menosprecies la experiencia de nadie, un átomo hace sombra”, aunque no sé muy bien por qué asociaba estos dos conceptos tan dispares ni a cuento de qué digo esto ahora. Pero, ¿a que queda bien? A lo que voy, mis recuerdos de mi vida en Madrid son tan dispares como extensos, y esta mañana de domingo me he despertado con uno intenso y vívido que ha traspasado las capas de la memoria.

Nos diste lo que queríamos: un símbolo
Aquellos días que rodearon la Semana Santa de 1994 no tenían nada de mítico. José Ángel Mañas se hacía famoso por sus “Historias del Kronen”, a los jóvenes de la época que no habíamos cumplido los 20 nos tachaban de bakalaeros drogadictos y en televisión acojonaban constantemente con telerrealidad de máquinas de la verdad, asesinatos pasionales y testimonios aberrantes de corruptelas y agujeros económicos de miles de millones de pesetas. Los jóvenes sentíamos cada vez más una “insoportable sensación de vivir”.


Mientras tanto, bebía cerveza, me reía con mis amigos del bajón que le había dado a Kurt Cobain en Italia que había suspendido la gira europea de Nirvana, escuchaba Guns’n’Roses y Pearl Jam, compraba cómics en la calle Luna y empezaba a descubrir a Oasis, un poco harto de los Héroes del Silencio. En general, me la sudaba bastante el mundo, me preocupaba ya desde el primer año no haber elegido bien la carrera que acababa de empezar y hacía malabares para llegar a la semana siguiente con las 2.500 pesetas que me daba mi madre cada viernes.

Para mí y mis amigos, Malasaña era la ciudad sagrada, y la sala Maravillas su templo. Un bus y no sé cuántas paradas de metro me separaban de esa zona de Madrid, en la que pasado, presente y futuro se agrupaban en lo que se llamaría “la movida indie”.


En realidad, nadie lo llamó así nunca, sólo yo en mi cabeza, consciente de que lo que se cocía en ese ambiente seguramente era muy similar a lo que vivieron mis hermanos 15 años antes por la misma zona. Pero sus templos eran otros, adoraron a dioses pasados: el Pentagrama, la Vía Láctea, Morasol y Rock-Ola (estos dos últimos no estaban en Malasaña) pertenecían al pasado. Los Secretos, Radio Futura, Gabinete Caligari, eran dioses paganos que olían a rancio.

Ahora la vida estaba en la calle Madera, en el Jazz Madrid, el Only You, el Ramones Fan Club, el No Fun, el Pozo Negro (bareto cutre donde los hubiere, no se llamaba así, pero nunca me aprendí su verdadero nombre) y, sobre todo, el nuevo concepto llamado Sala Maravillas. Nirvana, Soundgarden, Lemonheads, Stupid baboons, Oasis, eran los nuevos apóstoles de esta religión, en la que la “indi-pendencia” era su mandamiento. Escuchaba versiones de Janis Joplin improvisadas en un bar de la Plaza del 2 de Mayo, donde moros insistentes me querían vender grifa y hippies barbudos amenizaban con ritmos tribales los botellones de la zona, mientras las muchachas bailaban en el centro de la plaza. Allá donde fuera había música en directo y minis de cerveza a 300 pesetas, de los que bebíamos todos como cáliz sagrado, antes de ir al Maravillas.


En el Maravillas cabíamos todos: pijos simpáticos, macarras fumadores, leñadores de camisa de cuadros, intelectualoides con gafas gruesas, modernillos con gafas de sol a las 3 de la mañana, pasotas estudiantes de interpretación, e incluso aspirantes a ingenieros. Una perfecta armonía donde se rompía la endogamia de las tribus y hasta se podía ligar con la misma dificultad que los conquistadores en América, sin forzar situaciones y riéndote por el camino. Después, si había ganas, tiempo y compañía (y te encontrabas en la ‘twightlight zone’, la hora en la que los búhos habían terminado y aún no habían empezado los autobuses de línea ni el metro), el Only You, con sus máquinas de coser reconvertidas en mesas y su fantástica decoración (el sueño de la habitación de muchos de los que íbamos), era el fin de fiesta perfecto.

Algo empezó a oler a chamusquina cuando en uno de los templos (separado por veinte minutos andando) se comercializó el movimiento. La sala Revólver, una de las más comprometidas (donde pocos años antes había visto en directo exclusivo, junto a 200 personas más, a Soda Stereo, grupo que llenaba estadios en Argentina) comenzaba sus “eventos culturales” con actuaciones de flamenco, hard rock, indie, e incluso los domingos ponía un mercadillo.

Eh, espera… ¿Un mercadillo? ¿Las copas a 400 pesetas? ¿Pagar entrada? ¿Dónde estaba el espíritu indie, dónde la indi-pendencia?

Supongo que eso sería el principio del fin, con muchachas delgadísimas sin pechos enseñando el ombligo con sus tops mientras movían las coletas de media melena al colocar la ropa “importada de Londres” a precio de oro. Puto mercadillo, puta televisión, putas historias del Kronen que nada tenían que ver con la realidad. El día que el portero del Maravillas, conocido de tanto entrar, me pidió 500 pesetas, se hizo la primera fisura en el movimiento, la que resquebrajaría la indi-pendencia. Comenzaba el mercantilismo de la movida, como ya pasara 15 años antes.

Entonces Kurt Cobain se pegó un tiro en la cabeza. La imagen de sus ‘Converse’ recorrió el mundo y nos dejó huérfanos de alguien que lo había visto todo antes que nosotros y no lo había soportado. Un cobarde, seguramente, pero al menos consecuente. Brindamos por él con más cerveza, cómo no, esta vez en Alonso Martínez.

Puerta de la Sala Maravillas, o lo que queda de ella
Ahora la Sala Maravillas está cerrada, la Revólver no se recuerda, así que nunca existió, el Jazz Madrid está abandonado y la única música que se escucha es la de los iPods de los que pasean por allí. La penúltima copa que me tomé en Malasaña fue en la Vía Láctea, tras no poder entrar en el Penta por aforo completo, y el Mercado de Fuencarral (la calle entera) es una de las zonas más caras y exclusivas de Madrid, ahora que la calle es peatonal. El ambiente G se impuso un poco más allá, en Chueca, las terrazas invaden la Plaza del 2 de Mayo, y los restaurantes vegetarianos, créperias, pizzerías y ambientes exclusivistas trufan la zona.

Oasis se separaron, igual que los Héroes. Al vocalista de Soundgarden le prohibieron seguir cantando a riesgo de quedarse sin cuerdas vocales, al de Alice in Chains le encontraron muerto después de dos semanas, Pearl Jam suenan cansados, Guns’n’Roses son una parodia de lo que fueron.

Lo indie aún se usa como etiqueta, con una estética muy definida. Los perroflautas con rastas de peluquería y harapos de diseño, y los modernillos gafapastas que se dejan bigote, van a las filmotecas y compran los packs de Tuffaut y Pasolini en la FNAC, son los hijos de esta tendencia, hermanos irreconciliables de aquello que una vez fue uno, hermanastros de los emos, hijos pródigos que ni saben quién era su abuelo. El mercantilismo, la ‘pela’, es lo que queda de aquellos tiempos de libertad e indefinición, crisol donde todos teníamos nuestro sitio.

No es ni mejor ni peor, sólo se sigue la tendencia que marca lo que pide el público. Tan absurdo sería mantener aquél ambiente como pretender mantener las inquietudes de la movida de principios de los 80. Como ésta, del movimiento ‘indie’ sólo queda el cascarón, la estética y los símbolos, como de la última revolución la cara del Che estampada en camisetas, o de los últimos quadrophénicos las bandera de Reino Unido en el techo de los coches minis.

Es sólo... Que me resulta chocante, curioso, significativo... Han sobrevivido los que ya estaban, los que iniciaron la madre de las revoluciones contraculturales de finales del siglo XX. Los mismos bares y locales que poblaron Malasaña en los 80 aún sobreviven en el siglo XXI. ¿Evolución, adaptación, prominencia? No tengo ni idea, pero Almodóvar, Alaska, Antonio Vega (DEP), Loquillo, Jaime Urrutia, Ramoncín, etc, siguen aquí en boca de todos 30 años después. Del disco post-indie del 98 "Generation Next" (gracias Pepsi) no queda nadie, absolutamente nadie (no me voy a molestar en explicar por qué Dover ya no es Dover, entre otros). ¿Selección natural o defensa de "lo nuestro"? No lo sé.

Una vez leí en una pintada en el metro de Colombia: "La revolución se lleva en el corazón para morir por ella, no en la boca para vivir de ella". Igual lo he enfocado mal y realmente mereció la pena vivirlo, disfrutarlo en su momento, en el momento adecuado en el lugar idóneo con la edad apropiada, que fuera efímero y pueda recordarlo ahora en este estúpido blog.

Pero, yo estuve allí…

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